Hoy se cumple el aniversario 52 de una gesta que enfrentó a dominicanos contra dominicanos, con un incierto balance de muertos y profundas heridas sin cerrar, sin vencidos ni vencedores. La Guerra Civil, la guerra de abril, la revolución del ‘65, la guerra constitucionalista o como la revolución de abril, tiene infinidad de capítulos inéditos, que mucha gente diversa ha llevado en sus memorias y casi todos han de perderse. Cuando la muerte se ocupe de recoger a todos los testigos de ese espacio de confrontación, carencias, heroísmos, horror, indignación, atropellos y manejos para acomodar intereses ajenos a los de nuestro país, solo quedará la historia contada por algunos testigos de excepción o escribidores que analizarán fríamente documentos y referencias. El profundo sentido patrio, el sacrificio de una juventud frustrada y decidida, y la indignación contagiosa de la población adulta consciente, no se reflejará con el vigor y virulencia de esos tiempos. El frustrante golpe de Estado del ‘63, el trujillismo vivo y activo y la rapiña voraz y descarada de los que detentaban el poder, crearon el ambiente. La intervención americana y la banda de corifeos que dieron nombre y “legalidad”, a esa afrenta nacional, fueron cómplices de una maniobra político-militar para sacar del territorio americano, con subterfugios legales, 42,000 marines y enviarlos a Vietnam. Cifra ridículamente desproporcional de soldados, contra las “fuerzas” criollas. Ese ejército invasor, como cualquier horda armada, arrasó a su paso con lo que encontraron en las casas que ocupaban. La de mi familia, en la Avenida Francia a esq. Galván, en Gazcue, no escapó a la rapiña de la soldadesca yanqui: violaron a culatazos las puertas de los closets y sustrajeron joyas familiares de algún valor, unos dólares sudados y toda la bebida que detectaron. Precedentemente una guagua anunciadora, conminaba a los residentes del llamado “Corredor de Gazcue”, a abandonar esas viviendas, so pena de ser considerados “Rebeldes hostiles”.
La familia se guareció en Ciudad Nueva durante unos días, hasta que mi madre, viuda desde hacía 5 años, armada de valor e indignación regresó a su hogar, exigiendo sus espacios y comprobando el grado de desorden y abuso cometido por esa soldadesca extranjera. Un sargento de origen filipino, Martín Ortoguero, al escuchar rezando a mi madre y la suegra de mi hermano Enrique, ordenó a los soldados de la 82nd Aerotransportada, replegarse a la azotea de la edificación, ocupada casi en su totalidad, como punto estratégico sobre el Palacio Nacional. Más tarde me explicó que esas oraciones le recordaron a su madre en actitud de plegaria, cuando él era un niño. Hubo allí un cañón de 105 mm en la marquesina (que jamás fue disparado) y ametralladoras 30 y 50, que disparaban al menor ruido “sospechoso” creando un cinturón de terror, en las noches del 24 de abril al 3 de septiembre del ‘65.