Por qué nuestro Padre celestial permite el dolor y las dificultades? Siendo un Dios bueno, ¿no debería salvarnos del sufrimiento? Pues no siempre. Todos los padres saben que evitar a sus hijos el dolor de la disciplina no es lo mejor para ellos. Y lo mismo sucede en nuestra relación con el Padre celestial.
Dios nos disciplina “para que participemos de su santidad” (He 12.10). Aunque los creyentes somos santos por medio de Cristo, y hemos sido liberados del dominio del pecado mediante el poder del Espíritu Santo, todavía luchamos con el pecado y las tentaciones del diablo. Por lo tanto, el Padre nos capacita para identificar el pecado en nuestra vida, resistir las tentaciones y buscar la santidad. Sin su amorosa intervención, nuestro crecimiento espiritual se vería frenado.
A veces, la disciplina de Dios puede ser dolorosa, así como un azote lo es para un niño. Pero lo más importante es saber reaccionar. Cuando la mano correctora de nuestro Padre toca un aspecto determinado de nuestra vida, necesitamos ocuparnos de la situación y hacer los cambios necesarios para madurar en la fe. Reaccionar de forma desafiante solo empeorará las cosas.
El escritor de Hebreos nos advierte que no tomemos la disciplina de Dios a la ligera, negándonos a arrepentirnos del pecado o haciendo caso omiso de lo que está tratando de enseñarnos. Pero también se nos dice que no nos desanimemos por ello. El hecho de que estemos siendo disciplinados debe animarnos, porque prueba que somos hijos amados de Dios. Sin su corrección, toleraríamos el pecado en nuestra vida, y nunca experimentaríamos la libertad de andar en obediencia.